Mi nombre es Luca y llevo media vida explicando que no soy italiano, sino español. La razón de que me llame así se debe a la fascinación de mi padre por el pintor florentino renacentista Luca Signorelli, el cual apenas tuvo reconocimiento. Pero no me quejo de mi nombre, porque pudo haberme bautizado con el nombre de Leonardo o de Vincent y probablemente ello habría complicado más mi infancia y juventud.
En realidad, mi nombre siempre me ha generado
más ventajas que inconvenientes, pues físicamente, también dicen que parezco italiano,
aunque no entiendo exactamente la razón para llegar a una conclusión así. Mido
uno ochenta, soy moreno de piel, con ojos color miel y no soy delgado ni gordo.
Si éstas son las características físicas de un italiano, entonces me doy por
vencido y lo acepto sin más reservas. Pero lo cierto es que nací en La Coruña,
al igual que mis padres y mis cuatro abuelos. Siempre he vivido en esa ciudad
costera de España y me siento muy identificado con esta maravillosa bahía
natural que acabó albergando todo un conglomerado urbano que sigue creciendo.
Soy coruñés, sí, aunque, por alguna razón que no
acierto a comprender, y que no se debe sólo a mi nombre, siempre me acaban relacionando
con Italia. Dicho sea de paso, no me desagrada en absoluto este hecho, pues me
encanta todo lo relacionado con ese país al que los galos bautizaron como Galia
Transalpina.
Cuando tenía trece años, una chica
se convirtió en lo que todos entendemos como nuestro primer amor. Se llamaba Cecilia
y tenía fama entre mis compañeros de que te enseñaba a besar si se lo pedías. Y
yo, sin pensarlo mucho y sin confiar demasiado en las habladurías, un día se lo
pedí. Para mi sorpresa, me dijo que sí. Y me dio las indicaciones oportunas
para llevar a cabo nuestro plan. Me dijo que cuando el reloj de mi clase
marcase las cuatro y diez, pidiese permiso para ir al baño. Aunque ella iba en otra clase, un curso más
que yo y, por tanto, me llevaba un año, se suponía que nuestros relojes estaban
sincronizados, como en las películas de policías y ladrones. Me sugirió que nos
encontrásemos en la parte baja del Laberinto, que era como se conocía
coloquialmente una zona del colegio en la que se entrecruzaban tramos de
escaleras que llevaban a distintos pasillos, en distintos niveles del edificio.
En realidad me citaba allí porque la oscuridad de aquella zona sería nuestra
aliada y era muy poco probable que alguien pasase por aquel lugar a esa hora,
en la que todo el mundo estaba dentro de las aulas. Después de todas sus
explicaciones, me di cuenta de que ya no me podía echar atrás.
Entonces
empecé a sentir mariposillas en la barriga, un nudo en la garganta y una excitación
que impedía que mis pies estuviesen quietos. En ese estado soporté la clase de
matemáticas que más ha durado de toda mi vida. Estaba tan impaciente e inmerso
en mis propios sentimientos, aparentemente enfrentados, como el miedo y el
deseo, que cuando sonó el timbré me devolvió a la realidad y me preparó de
nuevo para enfrentarme al fatídico instante en que sentiría aquellas fascinantes
sensaciones de las que tanto había oído hablar.
Al poco tiempo de empezar la clase de inglés, me dirigí al lugar acordado, a la hora
estipulada, pero Cecilia no estaba allí. Sentí un impulso casi irrefrenable de
echar a correr. Siempre podría alegar que había acudido a la cita y que había
sido ella quién había fallado. Pero aquella esperanza se desvaneció en el
instante en que me giré y me la encontré de frente, con una amplia sonrisa.
Me llevaba ventaja, mucha ventaja.
Me miró fijamente con aquellos ojos vivarachos
y oscuros, casi negros, y volvió a sonreír, mostrando unos dientes blancos y casi
perfectos que contrastaban con el tono moreno de su piel. Me susurró al oído
que entreabriese la boca, cerrase los ojos y me dejase llevar. Puso sus brazos
sobre mis hombros y me acarició el pelo por la zona de la nuca mientras besaba
mis labios y buscaba mi lengua con la suya. Noté como su melena, también
oscura, me abrazaba y me insuflaba fuego.
Fue uno
de los mejores momentos de mi vida. Fue excitante, sublime, simplemente
perfecto.
Sé que nadie en el mundo podría haberme besado
mejor que ella y también sé que las primeras experiencias suelen ser un
desastre. Nunca le estaré suficientemente agradecido por haberme regalado aquel
momento.
Repetimos aquello varias veces, siempre a la
misma hora, pero no todos los días ni en las mismas clases, para no levantar
sospechas.
Cecilia me enseñó muchas más cosas durante
aquellos encuentros clandestinos y siempre breves. Me dijo que le había contado
a mi amigo Óscar aquello de que enseñaba a besar a los chicos porque, como
sabía que era un bocazas, tenía la certeza de que acabaría diciéndomelo, y de
ese modo, podría besarme a mí, que era realmente a quién quería besar.
Admiré esa sutileza e ingenio, que nunca
atisbé, ni por asomo, en ningún otro de mis amigos varones. Las otras veces que
quedamos fueron igual de emocionantes que la primera, al menos para mí. Cecilia
me contó que las chicas francesas besaban de un modo distinto a cómo se hacía
en España, moviendo la lengua con mucha rapidez para provocar cosquillitas en
la lengua del otro. Por supuesto, lo probamos y me volvió a demostrar su
destreza.
También me contó que su nombre, al igual que
el mío, tenía un significado para sus padres. En su caso, se debía a que una
cantautora española había fallecido en un accidente de tráfico en el año setenta
y seis a la prematura edad de veintisiete años. Varios años después,
descubriría que muchos otros grandes talentos de la música habían fallecido a
esa edad que se consideraba mítica y maldita.
En aquel momento, llegué a la conclusión de
que los mayores no aceptaban sus frustraciones. De algún modo, que yo me
llamase Luca y ella Cecilia era como darles otra oportunidad a un pintor que no
había triunfado y a una cantautora que había fallecido demasiado joven sin
concluir su prometedora carrera profesional. El hecho de que nuestros padres lo
considerasen injusto les movía a poner a sus hijos sus respectivos nombres como
una especie de tributo a título póstumo.
Nunca llegué a conocer a los padres de
Cecilia, pero tenían que ser gente de lo más interesante, con una vena
artística acusada y, sobre todo, muy aficionados a la música para hacer algo
así.
Un día Cecilia me confesó también que la hora
a la que quedábamos no era casual, sino que la había hecho coincidir
con el título de una canción de otro cantautor español que sonaba en su casa a
diario. Tardé un par de años, todavía, en
saber que se refería a una canción de Luis Eduardo Aute, al que yo, por supuesto, también acabé admirando de forma incondicional. Supongo que era, para ella, la forma de rendir tributo a alguien a quien admiraba.
Así fueron pasando los meses de aquel curso
académico hasta que se acercó el verano y, con él, llegaron las vacaciones
interminables, en las que echaría de menos sus besos, que ya no volverían, como
las golondrinas de los románticos, pues, al curso siguiente, Cecilia se fue a
estudiar a Irlanda y sucedió que, simplemente, cada uno de nosotros siguió con
su incipiente vida.
Con ella en la distancia se fueron los mejores
besos, los emocionantes encuentros a mitad de clase y mi vida se volvió más
anodina.
Creo que todavía la echo de menos.
Transcurrieron diez años en los que he
vivido muchas experiencias, pero ninguna reseñable en lo atañe a esta historia,
hasta que un día nuestro Colegio, en el que tantas horas felices había vivido, volvió
a ser el escenario de otro suceso de lo más extraño que me ha ocurrido en la
vida. Por supuesto, también hubo una mujer y más besos.
Los de mi promoción y los de la promoción anterior
habían organizado un reencuentro de antiguos alumnos en el que habían decidido
que se celebraría una misa, una cena y la consiguiente fiesta nocturna con
actuaciones de varios grupos de música, entre los que nos encontrábamos los Regular
Line, es decir, nosotros, Felipe, Nacho,
Borja, Bruno y yo, la banda de pop más
efímera del colegio durante mi etapa escolar.
En realidad, acepté ir a esa cena porque tenía
la esperanza de reencontrarme con Cecilia, a quien hacía muchos años que no había
visto. Con esa ilusión, unos días antes del acontecimiento, cargamos Felipe y
yo una batería en mi Ford Fiesta viejo y la llevamos a casa de Bruno, que vivía
en un unifamiliar con un jardín inmenso, a las afueras de la ciudad. Así
podríamos ensayar sin molestar a nadie. Y, cuando ya habíamos acabado con el
traslado y me dirigía al rincón en el que estaban todos los instrumentos para
coger el micro, entonces me la encontré de frente.
Estaba bellísima. No la veía desde aquella etapa
de nuestras vidas en que nos besábamos amparados en la oscuridad del Laberinto,
el recodo más fantástico de nuestro Colegio.
Cecilia era la hermana mayor de Bruno y había
vuelto de Nueva York, ciudad donde ahora vivía. Se había convertido en una morenaza
bastante delgada, con los ojos achinados, muy negros y las pestañas, como las
piernas, interminables. Parecía una belleza exótica, algo parecido a una chica
de Asia que se hubiese disfrazado de occidental.
Todo el tiempo transcurrido había servido para
que se convirtiese en una mujer todavía más bella de lo que yo la recordaba.
Siempre había tenido la impresión de que aquellos besos solo eran para ella un
juego divertido y que yo había sido en realidad impenetrable en su corazón,
pero, cuando me saludó con cortesía y pronunció mi nombre, me sentí de nuevo
traspasado por un rayo de esperanza.
Durante aquellos días de ensayo, previos al
concierto en el Colegio, Cecilia y yo nos miramos con complicidad. Sentía un
impulso de besarla de nuevo, que sólo frenaba el hecho de que fuese la hermana
de nuestro batería, que, además, era mi mejor amigo. Si la besaba y algo se
torcía entre nosotros, se podría frustrar la actuación, por tanto, y causar un escándalo
en el colegio que ya contaba con la organización impecable de todo el evento. Así
que preferí sacarme aquella idea de la cabeza y centrarme en ensayar.
Llegó el gran día, volveríamos a actuar
delante de tantas caras a las que muchos años atrás veíamos a diario. El
ambiente era fantástico y durante la cena todos los comensales habíamos tomado
más vino del necesario. No obstante, a Bruno no le pareció que yo estuviese lo
suficientemente animado y, en un momento en que coincidimos en el baño, me
ofreció una pastillita azul, que dijo que me haría perder la timidez que aún me
quedaba y darme una euforia que mejoraría mi actuación.
A día de hoy ignoro el principio activo de dicha
pastilla, pero me pareció que había transcurrido un suspiro cuando llegó el
momento de dirigirnos al vestuario para prepararnos y salir al escenario.
Nunca he sido demasiado rápido en nada, lo
cual tiene ventajas e inconvenientes, dependiendo de para qué. Aquel día me sirvió
para quedarme solo en el vestuario y que apareciese Cecilia, cuando ya todos
habían salido.
Sin mediar palabra, nos besamos
apasionadamente y nos dirigimos hacia una zona más apartada, donde estaban
ubicadas las duchas. Había deseado tanto besar de nuevo aquellos labios durante
el último mes, tanto acariciar aquel cuerpo y arrebujarme contra él, apretando
su pecho contra el mío mientras le decía que la amaría eternamente, que ahora,
que estaba sucediendo, tenía la sensación de estar soñando.
Entonces la música de la primera de nuestras
canciones empezó a sonar en la lejanía, pero nada me importaba, salvo tenerla
entre mis brazos. Le propuse que nos fugásemos a un lugar donde nadie nos
conociese. Supongo que la pastillita azul tuvo algo que ver en todo aquello.
Entre caricias y besos, sonaron dos de las tres canciones que debíamos
interpretar y no reconocí la voz de quien estaba cantando lo que yo debía
cantar, aunque juraría que era mi propia voz.
En un momento determinado, Cecilia me dio un
beso muy sonoro en los labios y puso su dedo índice de la mano derecha en mis
labios. Me dijo que cantase para ella la última de las canciones y que nos
veríamos cuando acabase. Salí corriendo de allí, buscando mi micro, como si mi
vida dependiese de ello. La bronca que me cayó en riguroso directo por parte de
mis compañeros de grupo fue considerable y no creo que pasase inadvertida a
nadie de entre el público que estuviese prestando una mínima atención a lo que
sucedía. De todos modos, nuestras canciones creo que sonaron bastante bien y el
aplauso final fue sonoro y duradero. Mi último recuerdo de aquel día fue escuchar
la voz de Cecilia llamándome marchoso y diciéndome que me amaría eternamente,
para verla desaparecer después entre la multitud, cogida de la mano de un chico
que me llevaba, al menos, tres años.
Al
día siguiente me desperté en mi cama, sin saber cómo había llegado hasta allí. Tenía
una sensación de desolación interior que me angustiaba. Sin embargo, por muchas
vueltas que le daba, recordaba que todo había sido real. Efectivamente, había
cantado tres canciones, aunque percibía como un sueño el recuerdo de los besos
con Cecilia en el vestuario.
Lo cierto es que no sabía exactamente lo que
era sueño y lo que era vida. Ni tampoco cómo debía comportarme la próxima vez
que viese a Cecilia.
En los días sucesivos coincidimos en los
ensayos y siempre vino acompañada de aquel chico con el que había abandonado el
concierto. En ningún momento propició un instante para que nos encontrásemos los
dos a solas. Y, poco a poco, me di cuenta de que aquella historia de amor sólo
podía haber ocurrido en mi cabeza, tal vez, bajo los efectos de la pastilla
azul o, después, cuando ya estaba en mi cama durmiendo.
Transcurrieron casi veinticinco años más hasta que
se convocó una nueva comida de antiguos alumnos en la que habían hecho
coincidir varias promociones, entre ellas, por supuesto, la mía, y la anterior,
es decir, la de Cecilia. Durante todos esos años, casi media vida, apenas la
había visto un par de veces en situaciones poco propicias para comentar algo
que no fuese superficial, para acabar con un cordial “me alegro de verte”.
Yo ya no era un niño. Había consumido más de la mitad de lo que se presupone que vive un hombre y muchos de los sueños de mi juventud se habían quedado en eso, en sueños. La comida resultó muy agradable y hasta que llegamos a los postres, nada se salió del guion previsto. Entonces, Cecilia se acercó a mí y me susurró al oído que quería bailar conmigo cuando empezásemos con las copas y la gente y el ambiente estuviese menos encorsetado. Aquello, aunque me sorprendió, me agradó notablemente.
Al cabo de una hora, mientras sonaba Antonio
Vega con su chica de ayer, Cecilia se
acercó a mí y puso sus muñecas sobre mis hombros. Me dijo que olía muy bien y
me volvió a llamar marchoso o, quizá, me lo llamaba por primera vez en la vida.
Fue entonces cuando me dijo que muchas veces, durante
todos los años que habían transcurrido, había pensado que debió de quedarse conmigo
en aquel vestuario. Que había vivido toda su vida soñando en otra vida
alternativa en que los dos estábamos juntos.
Me quedé mudo, atónito y todo mi mundo se puso
patas arriba en un instante. Pero nada tenía ya remedio ni había forma alguna
de recuperar aquel momento que nunca había sabido si había sido vivido o
soñado. Entonces, pensé que Calderón estaba equivocado o, al menos, su famosa
frase estaba incompleta. Porque también los sueños son vida y la vida, vida es.