miércoles, 26 de mayo de 2021

Mi media vida

 

           Mi nombre es Luca y llevo media vida explicando que no soy italiano, sino español. La razón de que me llame así se debe a la fascinación de mi padre por el pintor florentino renacentista Luca Signorelli, el cual apenas tuvo reconocimiento. Pero no me quejo de mi nombre, porque pudo haberme bautizado con el nombre de Leonardo o de Vincent y probablemente ello habría complicado más mi infancia y juventud.

En realidad, mi nombre siempre me ha generado más ventajas que inconvenientes, pues físicamente, también dicen que parezco italiano, aunque no entiendo exactamente la razón para llegar a una conclusión así. Mido uno ochenta, soy moreno de piel, con ojos color miel y no soy delgado ni gordo. Si éstas son las características físicas de un italiano, entonces me doy por vencido y lo acepto sin más reservas. Pero lo cierto es que nací en La Coruña, al igual que mis padres y mis cuatro abuelos. Siempre he vivido en esa ciudad costera de España y me siento muy identificado con esta maravillosa bahía natural que acabó albergando todo un conglomerado urbano que sigue creciendo.

Soy coruñés, sí, aunque, por alguna razón que no acierto a comprender, y que no se debe sólo a mi nombre, siempre me acaban relacionando con Italia. Dicho sea de paso, no me desagrada en absoluto este hecho, pues me encanta todo lo relacionado con ese país al que los galos bautizaron como Galia Transalpina.

        Cuando tenía trece años, una chica se convirtió en lo que todos entendemos como nuestro primer amor. Se llamaba Cecilia y tenía fama entre mis compañeros de que te enseñaba a besar si se lo pedías. Y yo, sin pensarlo mucho y sin confiar demasiado en las habladurías, un día se lo pedí. Para mi sorpresa, me dijo que sí. Y me dio las indicaciones oportunas para llevar a cabo nuestro plan. Me dijo que cuando el reloj de mi clase marcase las cuatro y diez, pidiese permiso para ir al baño.  Aunque ella iba en otra clase, un curso más que yo y, por tanto, me llevaba un año, se suponía que nuestros relojes estaban sincronizados, como en las películas de policías y ladrones. Me sugirió que nos encontrásemos en la parte baja del Laberinto, que era como se conocía coloquialmente una zona del colegio en la que se entrecruzaban tramos de escaleras que llevaban a distintos pasillos, en distintos niveles del edificio. En realidad me citaba allí porque la oscuridad de aquella zona sería nuestra aliada y era muy poco probable que alguien pasase por aquel lugar a esa hora, en la que todo el mundo estaba dentro de las aulas. Después de todas sus explicaciones, me di cuenta de que ya no me podía echar atrás.

         Entonces empecé a sentir mariposillas en la barriga, un nudo en la garganta y una excitación que impedía que mis pies estuviesen quietos. En ese estado soporté la clase de matemáticas que más ha durado de toda mi vida. Estaba tan impaciente e inmerso en mis propios sentimientos, aparentemente enfrentados, como el miedo y el deseo, que cuando sonó el timbré me devolvió a la realidad y me preparó de nuevo para enfrentarme al fatídico instante en que sentiría aquellas fascinantes sensaciones de las que tanto había oído hablar.

Al poco tiempo de empezar la clase de inglés, me dirigí al lugar acordado, a la hora estipulada, pero Cecilia no estaba allí. Sentí un impulso casi irrefrenable de echar a correr. Siempre podría alegar que había acudido a la cita y que había sido ella quién había fallado. Pero aquella esperanza se desvaneció en el instante en que me giré y me la encontré de frente, con una amplia sonrisa.

Me llevaba ventaja, mucha ventaja.

Me miró fijamente con aquellos ojos vivarachos y oscuros, casi negros, y volvió a sonreír, mostrando unos dientes blancos y casi perfectos que contrastaban con el tono moreno de su piel. Me susurró al oído que entreabriese la boca, cerrase los ojos y me dejase llevar. Puso sus brazos sobre mis hombros y me acarició el pelo por la zona de la nuca mientras besaba mis labios y buscaba mi lengua con la suya. Noté como su melena, también oscura, me abrazaba y me insuflaba fuego.

Fue uno de los mejores momentos de mi vida. Fue excitante, sublime, simplemente perfecto.

Sé que nadie en el mundo podría haberme besado mejor que ella y también sé que las primeras experiencias suelen ser un desastre. Nunca le estaré suficientemente agradecido por haberme regalado aquel momento.

Repetimos aquello varias veces, siempre a la misma hora, pero no todos los días ni en las mismas clases, para no levantar sospechas.

Cecilia me enseñó muchas más cosas durante aquellos encuentros clandestinos y siempre breves. Me dijo que le había contado a mi amigo Óscar aquello de que enseñaba a besar a los chicos porque, como sabía que era un bocazas, tenía la certeza de que acabaría diciéndomelo, y de ese modo, podría besarme a mí, que era realmente a quién quería besar.

Admiré esa sutileza e ingenio, que nunca atisbé, ni por asomo, en ningún otro de mis amigos varones. Las otras veces que quedamos fueron igual de emocionantes que la primera, al menos para mí. Cecilia me contó que las chicas francesas besaban de un modo distinto a cómo se hacía en España, moviendo la lengua con mucha rapidez para provocar cosquillitas en la lengua del otro. Por supuesto, lo probamos y me volvió a demostrar su destreza.

También me contó que su nombre, al igual que el mío, tenía un significado para sus padres. En su caso, se debía a que una cantautora española había fallecido en un accidente de tráfico en el año setenta y seis a la prematura edad de veintisiete años. Varios años después, descubriría que muchos otros grandes talentos de la música habían fallecido a esa edad que se consideraba mítica y maldita.

En aquel momento, llegué a la conclusión de que los mayores no aceptaban sus frustraciones. De algún modo, que yo me llamase Luca y ella Cecilia era como darles otra oportunidad a un pintor que no había triunfado y a una cantautora que había fallecido demasiado joven sin concluir su prometedora carrera profesional. El hecho de que nuestros padres lo considerasen injusto les movía a poner a sus hijos sus respectivos nombres como una especie de tributo a título póstumo.

Nunca llegué a conocer a los padres de Cecilia, pero tenían que ser gente de lo más interesante, con una vena artística acusada y, sobre todo, muy aficionados a la música para hacer algo así.

Un día Cecilia me confesó también que la hora a la que quedábamos no era casual, sino que la había hecho coincidir con el título de una canción de otro cantautor español que sonaba en su casa a diario.  Tardé un par de años, todavía, en saber que se refería a una canción de Luis Eduardo Aute, al que yo, por supuesto, también acabé admirando de forma incondicional. Supongo que era, para ella, la forma de rendir tributo a alguien a quien admiraba.

Así fueron pasando los meses de aquel curso académico hasta que se acercó el verano y, con él, llegaron las vacaciones interminables, en las que echaría de menos sus besos, que ya no volverían, como las golondrinas de los románticos, pues, al curso siguiente, Cecilia se fue a estudiar a Irlanda y sucedió que, simplemente, cada uno de nosotros siguió con su incipiente vida.

Con ella en la distancia se fueron los mejores besos, los emocionantes encuentros a mitad de clase y mi vida se volvió más anodina.

Creo que todavía la echo de menos.

     Transcurrieron diez años en los que he vivido muchas experiencias, pero ninguna reseñable en lo atañe a esta historia, hasta que un día nuestro Colegio, en el que tantas horas felices había vivido, volvió a ser el escenario de otro suceso de lo más extraño que me ha ocurrido en la vida. Por supuesto, también hubo una mujer y más besos.

Los de mi promoción y los de la promoción anterior habían organizado un reencuentro de antiguos alumnos en el que habían decidido que se celebraría una misa, una cena y la consiguiente fiesta nocturna con actuaciones de varios grupos de música, entre los que nos encontrábamos los Regular Line, es decir, nosotros, Felipe, Nacho, Borja, Bruno y yo, la banda de pop más efímera del colegio durante mi etapa escolar.

En realidad, acepté ir a esa cena porque tenía la esperanza de reencontrarme con Cecilia, a quien hacía muchos años que no había visto. Con esa ilusión, unos días antes del acontecimiento, cargamos Felipe y yo una batería en mi Ford Fiesta viejo y la llevamos a casa de Bruno, que vivía en un unifamiliar con un jardín inmenso, a las afueras de la ciudad. Así podríamos ensayar sin molestar a nadie. Y, cuando ya habíamos acabado con el traslado y me dirigía al rincón en el que estaban todos los instrumentos para coger el micro, entonces me la encontré de frente.

Estaba bellísima. No la veía desde aquella etapa de nuestras vidas en que nos besábamos amparados en la oscuridad del Laberinto, el recodo más fantástico de nuestro Colegio.  

Cecilia era la hermana mayor de Bruno y había vuelto de Nueva York, ciudad donde ahora vivía. Se había convertido en una morenaza bastante delgada, con los ojos achinados, muy negros y las pestañas, como las piernas, interminables. Parecía una belleza exótica, algo parecido a una chica de Asia que se hubiese disfrazado de occidental.

Todo el tiempo transcurrido había servido para que se convirtiese en una mujer todavía más bella de lo que yo la recordaba. Siempre había tenido la impresión de que aquellos besos solo eran para ella un juego divertido y que yo había sido en realidad impenetrable en su corazón, pero, cuando me saludó con cortesía y pronunció mi nombre, me sentí de nuevo traspasado por un rayo de esperanza.

Durante aquellos días de ensayo, previos al concierto en el Colegio, Cecilia y yo nos miramos con complicidad. Sentía un impulso de besarla de nuevo, que sólo frenaba el hecho de que fuese la hermana de nuestro batería, que, además, era mi mejor amigo. Si la besaba y algo se torcía entre nosotros, se podría frustrar la actuación, por tanto, y causar un escándalo en el colegio que ya contaba con la organización impecable de todo el evento. Así que preferí sacarme aquella idea de la cabeza y centrarme en ensayar.

Llegó el gran día, volveríamos a actuar delante de tantas caras a las que muchos años atrás veíamos a diario. El ambiente era fantástico y durante la cena todos los comensales habíamos tomado más vino del necesario. No obstante, a Bruno no le pareció que yo estuviese lo suficientemente animado y, en un momento en que coincidimos en el baño, me ofreció una pastillita azul, que dijo que me haría perder la timidez que aún me quedaba y darme una euforia que mejoraría mi actuación.

A día de hoy ignoro el principio activo de dicha pastilla, pero me pareció que había transcurrido un suspiro cuando llegó el momento de dirigirnos al vestuario para prepararnos y salir al escenario.

Nunca he sido demasiado rápido en nada, lo cual tiene ventajas e inconvenientes, dependiendo de para qué. Aquel día me sirvió para quedarme solo en el vestuario y que apareciese Cecilia, cuando ya todos habían salido.

Sin mediar palabra, nos besamos apasionadamente y nos dirigimos hacia una zona más apartada, donde estaban ubicadas las duchas. Había deseado tanto besar de nuevo aquellos labios durante el último mes, tanto acariciar aquel cuerpo y arrebujarme contra él, apretando su pecho contra el mío mientras le decía que la amaría eternamente, que ahora, que estaba sucediendo, tenía la sensación de estar soñando.

Entonces la música de la primera de nuestras canciones empezó a sonar en la lejanía, pero nada me importaba, salvo tenerla entre mis brazos. Le propuse que nos fugásemos a un lugar donde nadie nos conociese. Supongo que la pastillita azul tuvo algo que ver en todo aquello. Entre caricias y besos, sonaron dos de las tres canciones que debíamos interpretar y no reconocí la voz de quien estaba cantando lo que yo debía cantar, aunque juraría que era mi propia voz.

En un momento determinado, Cecilia me dio un beso muy sonoro en los labios y puso su dedo índice de la mano derecha en mis labios. Me dijo que cantase para ella la última de las canciones y que nos veríamos cuando acabase. Salí corriendo de allí, buscando mi micro, como si mi vida dependiese de ello. La bronca que me cayó en riguroso directo por parte de mis compañeros de grupo fue considerable y no creo que pasase inadvertida a nadie de entre el público que estuviese prestando una mínima atención a lo que sucedía. De todos modos, nuestras canciones creo que sonaron bastante bien y el aplauso final fue sonoro y duradero. Mi último recuerdo de aquel día fue escuchar la voz de Cecilia llamándome marchoso y diciéndome que me amaría eternamente, para verla desaparecer después entre la multitud, cogida de la mano de un chico que me llevaba, al menos, tres años.

       Al día siguiente me desperté en mi cama, sin saber cómo había llegado hasta allí. Tenía una sensación de desolación interior que me angustiaba. Sin embargo, por muchas vueltas que le daba, recordaba que todo había sido real. Efectivamente, había cantado tres canciones, aunque percibía como un sueño el recuerdo de los besos con Cecilia en el vestuario.

Lo cierto es que no sabía exactamente lo que era sueño y lo que era vida. Ni tampoco cómo debía comportarme la próxima vez que viese a Cecilia.

En los días sucesivos coincidimos en los ensayos y siempre vino acompañada de aquel chico con el que había abandonado el concierto. En ningún momento propició un instante para que nos encontrásemos los dos a solas. Y, poco a poco, me di cuenta de que aquella historia de amor sólo podía haber ocurrido en mi cabeza, tal vez, bajo los efectos de la pastilla azul o, después, cuando ya estaba en mi cama durmiendo.

Transcurrieron casi veinticinco años más hasta que se convocó una nueva comida de antiguos alumnos en la que habían hecho coincidir varias promociones, entre ellas, por supuesto, la mía, y la anterior, es decir, la de Cecilia. Durante todos esos años, casi media vida, apenas la había visto un par de veces en situaciones poco propicias para comentar algo que no fuese superficial, para acabar con un cordial “me alegro de verte”.

Yo ya no era un niño. Había consumido más de la mitad de lo que se presupone que vive un hombre y muchos de los sueños de mi juventud se habían quedado en eso, en sueños. La comida resultó muy agradable y hasta que llegamos a los postres, nada se salió del guion previsto. Entonces, Cecilia se acercó a mí y me susurró al oído que quería bailar conmigo cuando empezásemos con las copas y la gente y el ambiente estuviese menos encorsetado. Aquello, aunque me sorprendió, me agradó notablemente.

Al cabo de una hora, mientras sonaba Antonio Vega con su chica de ayer, Cecilia se acercó a mí y puso sus muñecas sobre mis hombros. Me dijo que olía muy bien y me volvió a llamar marchoso o, quizá, me lo llamaba por primera vez en la vida.

 Fue entonces cuando me dijo que muchas veces, durante todos los años que habían transcurrido, había pensado que debió de quedarse conmigo en aquel vestuario. Que había vivido toda su vida soñando en otra vida alternativa en que los dos estábamos juntos.

Me quedé mudo, atónito y todo mi mundo se puso patas arriba en un instante. Pero nada tenía ya remedio ni había forma alguna de recuperar aquel momento que nunca había sabido si había sido vivido o soñado. Entonces, pensé que Calderón estaba equivocado o, al menos, su famosa frase estaba incompleta. Porque también los sueños son vida y la vida, vida es.

sábado, 19 de septiembre de 2020

El primer rayo de Sol

          

        El primer rayo de Sol, de aquel miércoles del año dos mil, se reflejó en el espejo del dormitorio y apuntó a la cara de Claudia. Vivía en un pueblo costero de Levante, le gustaba aquella luz baja y limpia del Mediterráneo y por eso dormía con la persiana levantada todo el año. Daba igual que fuese invierno o verano, cada estación matizaba la luz de un modo sorprendente. Quería, como el grandísimo artista Salvador Dalí, dar los “buenos días” al astro rey lo antes posible. Así lo había decidido años atrás, en Madrid, cuando comprendió sin un atisbo de duda que el amor de su vida no iba a abandonar a su esposa y a sus hijos, ni dejar su cómoda vida, para lanzarse a una piscina que no sabía si contenía agua. Gerardo, su compañero de trabajo, había vivido un tórrido romance con Claudia en el que abundaron las promesas incumplidas que ella nunca le pidió. Y ella, nunca le prometió nada pero se lo dio todo. Le dio tanto amor, que se quedó sin ninguno para el resto de los hombres, presentes y, probablemente, venideros.

Un viernes, después de una agotadora jornada de trabajo, con autopsia incluida a una joven de diecinueve años que además había sido violada, lo decidió. Lloró por la joven, pero también por ella misma. Y pidió el traslado para despedirse de Gerardo y del resto de los hombres para siempre. No porque Gerardo fuese hombre, ni porque a aquella joven le hubiese hecho aquello un hombre. Lo hizo porque estar al lado de Gerardo y quedarse tan vacía cuando se despedía de ella hasta el lunes, se le hacía insoportable y la estaba matando. Se sentía un poco menos viva cada día y, sólo cuando se encontraban a hurtadillas en un motel de carretera o en el piso que tenía arrendado en el número 27 de la calle Montero Ríos, se sentía viva. Disfrutaba de su sabor, de su olor, de su forma de moverse, de sentirle dentro mientras le abrazaba con fuerza. Pero sus palabras huecas y carentes de credibilidad, cuando ya la excitación se había esfumado, hacían que se hundiese. Y cada día caía hasta un lugar un poco más profundo. Y temió meterse en un hoyo del que no fuese capaz de salir nunca. Ese viernes, sólo había sido un viernes como tantos otros, con la peculiaridad de que fue el último viernes en que vio a Gerardo porque ni siquiera tuvo el valor de despedirse de él.

Aterrizó en Valencia, su nuevo destino,  un lunes, para volver a Madrid una semana después, cuando ya había encontrado acomodo. Había firmado un contrato de arrendamiento de tres años por un piso precioso, ubicado en el que iba a ser su pueblo, Castell Ariño, un pueblo pequeño con mucho encanto cerca de Valencia dónde los precios de los alquileres eran mucho más asequibles. Era el piso más alto de un edificio de cuatro alturas, con vistas al Mediterráneo y mucha luz, esa luz que tan bien captó Sorolla en sus cuadros. Necesitaba el Sol y lo había buscado de un modo inconsciente. Volver a Madrid le resultó complicado, aunque sólo fuese para organizar la mudanza y no tuviese ninguna intención de volver a verle. No quería ni mencionar su nombre. Y, aunque sabía que Gerardo había hecho todo tipo de gestiones para averiguar su destino y encontrar una forma de convencerla para cambiarlo, no quería enfrentarse a aquellos ojos en los que había creído. Se sentía demasiado vulnerable como para arriesgarse a perderlo todo. Así que prefirió protegerse, perdiéndole para siempre, antes que perderse ella, también para siempre. En ese preciso instante, cayó en la cuenta de que hacía demasiado tiempo que no anteponía una necesidad propia a las necesidades de Gerardo y se sintió bien por haber cambiado esa rutina. Se autoimpuso no pensar en él más de lo estrictamente necesario y, jamás, volver a contemplar la posibilidad de que existía un futuro en que estaban juntos. Para Claudia, Gerardo había muerto y lo enterró en su mente después de hacerle la autopsia, por deformación profesional. Había fallecido por sobredosis de egoísmo mezclado con hipocresía.

Claudia era una mujer práctica, constante, trabajadora y sociable. Así que llevó lo acontecido del mejor modo que se puede llevar un cambio tan brusco y doloroso como el que había vivido. Hizo amistades en Levante y tuvo muchos pretendientes para reemplazar a Gerardo. Físicamente, era muy atractiva. Medía algo más de uno setenta y podría, perfectamente, pasar por modelo por su estatura, su largo pelo rubio y sus ojos claros, todo ello acompañado de un dulce tono de voz. No le costó ganarse la popularidad en Valencia, en el Hospital donde trabajaba como forense y, por supuesto, en Castell Ariño. 

Pasaron cinco años como un suspiro desde que había abandonado la capital de España y parecían haber quedado muy lejos los tiempos en que sentía aquel vacío existencial. Madrid provocaba en Claudia un sentimiento que hacía que se sintiese pequeña y su relación con Gerardo, había acentuado aquella sensación. Ahora notaba la cercanía de sus convecinos, amigos, compañeros de trabajo y su vida era plena. Se sentía arropada por la gente que formaba parte de ella. Estaba entregada a su trabajo, en el que siempre había destacado y, un homicidio reciente muy mediático, del que ella había sido una pieza clave para su resolución, la había catapultado a la fama. Aquello la incomodaba, no iba con ella enfrentarse a los focos ni a los periodistas y pensar que la estarían viendo por la televisión millones de personas, incluido Gerardo. La reputación era una cosa y la notoriedad otra bien distinta. No tenía grandes aspiraciones en su trabajo, más que hacerlo de forma diligente y contribuir a arrojar luz en los casos en que no había la certeza de lo que realmente había ocurrido. Incluso se dedicó a la docencia de forma desinteresada por el simple hecho de la transmisión de conocimiento, porque el dinero y la fama no eran un objetivo, sólo eran la consecuencia del desarrollo escrupuloso y responsable de su profesión.

Una mañana de invierno, un cuerpo sin vida esperaba a Claudia en la sala de autopsias del Hospital. La habían informado de que un conductor había atropellado a tres peatones en la acera de una céntrica calle de Valencia. Se barajaba la idea de que hubiese sufrido un desvanecimiento, un ictus, una arritmia ventricular con muerte súbita o algún tipo de circunstancia similar que no le dejase capacidad de reacción para detener el coche. De lo que nadie había advertido a Claudia era de que aquel cuerpo había sido, años atrás, la carcasa que envolvía el alma de aquel a quién más había querido. Se quedó petrificada cuando retiró la sábana que cubría el cadáver y vio la cara de Gerardo. Estaba envejecido, ya había adquirido el tono amarillento y sin brillo característico de los fallecidos. Poco quedaba de aquella imagen que ella guardaba, quizá idealizada, en un rincón de su memoria. Nunca lo había olvidado, sólo lo había declarado muerto, pero ahora tendría que hacerlo oficial. Iba a ser duro.

Todos, en Valencia, se habían puesto muy testarudos con Claudia para que buscase a su media naranja. Se quedaba atónita de que nadie entendiese, como ella entendía, aquello de la idea de la media naranja. Precisamente en Valencia, donde se supone que de naranjas entienden más que nadie. Ella concebía, como John Lennon, la idea de que la media naranja no existe, de que ya nacemos enteros y que nadie merece cargar con la responsabilidad de completar lo que nos falta buscando a la persona que, supuestamente, es nuestra otra mitad. Claudia pensaba de una forma distinta a la mayoría de la gente a la que conocía y estimaba y, aunque respetaba el pensamiento de los otros, se sentía incomprendida y frustrada con este tema. No sentía necesidad alguna de encontrar a alguien que completase su vida y menos de agarrarse a un clavo ardiendo, como había hecho alguna de sus amigas. Argumentaban su decisión con la imposibilidad de soportar el peso de la soledad, la inevitable vejez, la necesidad de ser madre y afirmaciones que Claudia no alcanzaba a comprender. No estaba cerrada a dejar entrar un hombre en su vida, pero no a cualquier precio. Y, por supuesto, no lo buscaba, simplemente lo aceptaría si se daba la circunstancia.

Y ahora estaba escudriñando en las entrañas de Gerardo, en los rincones de su ser a los que nunca había accedido cuando estaba vivo. Hurgaba en su cerebro, pero sobre todo en su corazón. Uno de los dos órganos había fallado y parecía la causa del fatal desenlace. Claudia buscó cualquier resquicio de su propia presencia en aquel corazón que a ella, sin duda, le había fallado. Pero no halló nada. Quizá la ciencia todavía no había evolucionado lo suficiente como ver detalles tan sutiles, quizá nunca había habido nada de ella allí.

Murió porque su corazón era tan solo un músculo lleno de nada, concluyó.

martes, 29 de enero de 2019

Ciudad




En las paradas, los niños españoles
esperan los buses
acompañados de mujeres colombianas.

Los semáforos detienen a motoristas
que aspiran el humo del coche que les precede.

Las cajeras de supermercado consiguen cupones
que canjean por camisetas de fútbol rojas.

Los profesores comparten los miedos infantiles
que los infantes no contaron en casa.

Y los adultos, en general, se afanan
en incrementar una cifra que les permita
no esperar buses de colegio.


Y, mientras, todos nos sentimos solos.





Josecho Vía

miércoles, 29 de agosto de 2018

Octubre





Estaba echado yo en la tierra, enfrente
del infinito campo de Castilla,
que el otoño envolvía en la amarilla
dulzura de su claro sol poniente.


Lento, el arado, paralelamente,
abría el haza oscura y la sencilla
mano abierta dejaba la semilla
en su entraña partida honradamente.

Pensé arrancarme el corazón y echarlo,
pleno de su sentir alto y profundo,
al ancho surco del terruño tierno,

a ver si con partirlo y con sembrarlo
la primavera le mostraba al mundo
el árbol puro del amor eterno.




Juan Ramón Jiménez

jueves, 28 de junio de 2018

Caminos




De la ciudad moruna 
tras las murallas viejas, 
yo contemplo la tarde silenciosa, 
a solas con mi sombra y con mi pena.

El río va corriendo,
entre sombrías huertas 
y grises olivares, 
por los alegres campos de Baeza.

Tienen las vides pámpanos dorados
sobre las rojas cepas. 
Guadalquivir, como un alfanje roto 
y disperso, reluce y espejea.

Lejos los montes duermen
envueltos en la niebla, 
niebla de otoño, maternal; descansan 
las rudas moles de su ser de piedra 
en esta tibia tarde de noviembre, 
tarde piadosa, cárdena y violeta.

El viento ha sacudido
los mustios olmos de la carretera, 
levantando en rosados torbellinos 
el polvo de la tierra. 
La luna está subiendo 
amoratada, jadeante y llena.

Los caminitos blancos
se cruzan y se alejan, 
buscando los dispersos caseríos 
del valle y de la sierra. 
Caminos de los campos... 
¡Ay, ya, no puedo caminar con ella!


  


Antonio Machado Ruíz

viernes, 6 de abril de 2018

He venido para ver



He venido para ver semblantes
amables como viejas escobas,
he venido para ver las sombras
que desde lejos me sonríen.


He venido para ver los muros
en el suelo o en pie indistintamente,
he venido para ver las cosas,
las cosas soñolientas por aquí.


He venido para ver los mares
dormidos en cestillo italiano,
he venido para ver las puertas,
el trabajo, los tejados, las virtudes
de color amarillo ya caduco.



He venido para ver la muerte
y su graciosa red de cazar mariposas,
he venido para esperarte
con los brazos un tanto en el aire,
he venido no sé por qué;
un día abrí los ojos: he venido.



Por ello quiero saludar sin insistencia
a tantas cosas más que amables:
Los amigos de color celeste,
los días de color variable,
la libertad del color de mis ojos;



Los niñitos de seda tan clara,
los entierros aburridos como piedras,
la seguridad, ese insecto
que anida en los volantes de la luz.



Adiós, dulces amantes invisibles,
siento no haber dormido en vuestros brazos.
Vine por esos besos solamente;
Guardad los labios por si vuelvo.


Luis Cernuda

miércoles, 27 de septiembre de 2017

TOC




          Bárbara Cuadrado aceleró el paso para no llegar tarde a la entrevista de trabajo. Con un poco de suerte, sería capaz de convencer a la persona encargada de evaluarla de que era la candidata idónea. Sabía que se le daría bien realizar las tareas descritas en la oferta de empleo que había leído el día anterior en un periódico local. Llegó con quince minutos de adelanto, tal y como había previsto; tiempo suficiente para poder ejecutar los rituales que le darían la confianza necesaria para que las cosas saliesen bien. Cerró los ojos y contó hasta cien, mentalmente, visualizando los números uno a uno. Se quitó los zapatos y se volvió a calzar. Después, esperó en la puerta hasta que la aguja grande de su reloj alcanzó el número doce, y timbró. Unos minutos más tarde la recibió un señor con unas gafas muy gruesas y la voz grave. A pesar de su apariencia de persona estricta, a Bárbara Cuadrado le salió tan bien la entrevista que no le resultó complicado convencerlo para que le diese el trabajo.
          Pasaron los meses y Bárbara Cuadrado cada vez estaba mejor considerada por Don Eduardo, su jefe, que a pesar de sus enormes gafas, no había logrado pillarla en un solo renuncio. Le confesó que nunca había trabajado nadie para él que fuese tan meticuloso y hubiese conseguido, en tan poco tiempo, tan buenas rentabilidades. También le hizo saber que al principio tenía sus reservas por el hecho de que Bárbara Cuadrado no tuviese un título oficial para el desempeño de sus funciones, pero, sin duda, conocimientos y facultades le sobraban. Le prometió que si todo seguía igual, en un par de meses le subiría el salario, que ya no era bajo, porque la suma que percibía por retribuciones variables era mucho más alta de lo que en principio cabía esperar.
          La empresa de Don Eduardo era una gestora de capitales que se encargaba de arañar euros a los mercados para sus clientes. La rentabilidad de Capital Plus, que así se llamaba la empresa, dependía, en gran medida, de la que los gestores de cuentas lograsen obtener para quienes habían depositado su confianza y dinero en ella. Como Don Eduardo decía, la Bolsa y los demás mercados financieros son un lugar donde los impacientes y poco preparados transfieren su dinero a los que tenemos paciencia y capacitación. Bárbara Cuadrado había estado operando en el mercado de futuros sobre tres o cuatro índices, el crudo y el oro. Había logrado unas rentabilidades excepcionales. Este hecho había subido su autoestima y le había hecho sentir que, por fin, había encontrado el trabajo que se adaptaba a ella como la horma de un zapato.
          Definitivamente, estaba en racha, porque unos días después conoció a Salvador, un chico de su misma edad, moreno, con el pelo ligeramente rizado y los ojos de color miel. A Bárbara Cuadrado le parecía que ese chico no estaba a su alcance desde la primera vez que lo vio en la oficina, porque era mucho más atractivo que ella. Además, Salvador tenía una vida, debido al nivel económico de su familia, que no era acorde con el que Bárbara Cuadrado había llevado hasta que había encontrado ese trabajo. Muchos de los miembros de la familia de Salvador eran clientes de Capital Plus desde la constitución de ésta. El abuelo había sido un prestigioso cirujano que había hecho una pequeña fortuna. Y su padre se había encargado de multiplicar el patrimonio que la medicina les había proporcionado, siempre dentro de un estricto código ético. Ahora, el cometido de Salvador era no corroborar ese dicho generalizado de que la tercera generación dilapida la fortuna ganada con esfuerzo e inteligencia por las dos generaciones anteriores. Bárbara Cuadrado fue asignada como gestora de cuentas de una parte del capital de  Salvador y, después de reuniones y reuniones para tomar decisiones, llegó el día en que ella misma debería dar un sí o un no a una invitación para cenar. Salvador estaba coladito por ella. Veía en Bárbara Cuadrado cualidades que admiraba. Entre ellas, el hecho de hacerse a sí misma y vivir de sus propios recursos. Algo que su abuelo también había hecho. Él, de alguna manera, se sentía culpable porque no había empezado desde la casilla de salida, sino con una gran ventaja. Así fue como se convirtieron en novios formales. Todo iba bien, demasiado bien. Hasta el punto de que se empezaban a escuchar entre los familiares de Salvador los típicos comentarios, medio en broma, medio en serio, de si tenían que ir ahorrando para el regalo de boda.
          Un día de junio, mientras veían un partido de tenis en el que Nadal acabaría venciendo a Roger Federer, Bárbara Cuadrado le confesó a Salvador, con cierta vergüenza, todas sus manías, como ella las llamaba. Le contó que todas las noches miraba siete veces debajo de la cama antes de acostarse, que nunca ponía el volumen de la tele en un número impar, que se lavaba las manos más de cincuenta veces todos los días, que tenía que rezar un “padre nuestro” cada vez veía una persona pelirroja…. Salvador se reía de todos esos rituales que encontraba totalmente ridículos y divertidos, hasta que llegó un momento en que Bárbara Cuadrado se tornó muy seria e indignada. Se puso a la defensiva y le recriminó que ella había tenido que salir adelante desde cero, algo que él no podía entender porque había nacido entre algodones. Invocó la imaginación de Woody Allen, la genialidad del mismísimo Ludwig Van Beethoven y, sobre todo, la figura de Rafael Nadal, todos reconocidos personajes con manías similares. Después de una hora de acalorada discusión, Bárbara Cuadrado acabó admitiendo que todos esos rituales consumían, a diario, gran parte de su energía. Y Salvador le dijo que no le importaba, que la quería tal y como era, aunque todo aquello le pareciese razón suficiente para visitar a un psicólogo si realmente se convertía en algo preocupante. Ella accedió si él la acompañaba.
          Unos días después, se perdieron una película en el cine porque la aguja grande del reloj ya había pasado del doce. Después, tuvieron una discusión porque Salvador había dejado el volumen de la televisión en el número diecisiete. Otro día, habían quedado para cenar con unos amigos de Salvador, y, Bárbara Cuadrado rezó y rezó durante la comida porque el camarero que les atendía era pelirrojo. En definitiva, que Bárbara Cuadrado tuvo que reconocer que no podía seguir llevando su vida de aquel modo. No sin antes apuntillar que había convivido con todo aquello, sola, durante más de veinte años. Necesitaba la ayuda de un psicólogo y, quizá, de un psiquiatra, y acudiría a quién hiciese falta porque su amor por Salvador valía eso y mucho más.
          El día dos de Mayo, Bárbara Cuadrado había quedado en la consulta de una terapeuta. Había conseguido la cita ese día, alegando que al día siguiente le era imposible, aunque en realidad creía firmemente que la terapia sería más efectiva si empezaba un día par. Había comprobado por Internet que Remedios, que así se llamaba la psicóloga, era rubia. Si hubiese sido morena, tampoco habría pasado nada. Todo discurrió bien. Bárbara Cuadrado se sintió más cómoda de lo que había imaginado con antelación. Y, después de varias sesiones, sabía por fin el motivo por el que se había pasado su vida ejecutando esos rituales, cuyo diagnóstico era un Trastorno Obsesivo Compulsivo (T.O.C.). Bárbara Cuadrado había desarrollado estos mecanismos para tener la ilusión de que la vida podía ser controlada, para mantener a salvo a todos y todo lo que ella más quería. De alguna manera, había interiorizado que, mientras cumpliese con esas absurdas normas, estaba a salvo de cualquier jugarreta de la vida. Le asombró y alivió el hecho de saber que era mucho más frecuente de lo que imaginaba. Que la bulimia, la anorexia, las fobias o cualquier otra forma de control obsesivo sobre algo, venían a ser el mismo problema de fondo que se manifestaba de otro modo. De alguna manera, este conocimiento contribuyó a que se sintiese menos rara de lo que hasta ese momento se había sentido.
          La terapia, tras una veintena de sesiones, empezó a dar sus frutos. Bárbara empezó a asumir ciertos riesgos y, comprobó para su sorpresa, que nada malo había ocurrido después de tener la televisión con el volumen en el número quince mientras veían Memorias de África. Eso estaba pensando mientras Redford lavaba el pelo de Meryl Streep y, más tarde, cuando ésta tendió su mano en el avión, para que Robert la cogiese. Fue un gran momento.
          En Capital Plus tenía su propio despacho y una secretaria. Su sueldo era el triple de lo que cobraba cuando había comenzado. Su relación con Salvador no podía ir mejor. Todo era poco menos que perfecto. Por primera vez había conseguido tener relaciones sexuales plenamente satisfactorias. Nunca, hasta ese instante, había entendido la importancia que algunas personas daban al sexo, porque nunca había sido capaz de relajarse y disfrutarlo como lo hacía ahora.
          Sin embargo, un viernes salió de su despacho precipitadamente para encontrarse con Salvador. Iban a ver la segunda parte de la película Wall Street, por la que Michael Douglas, en su papel de Gordon Gekko, había ganado un Oscar en el año 1.987.  A mitad de la película, en un diálogo sobre el origen de la crisis económica, cayó en la cuenta de que había dejado sin cerrar dos posiciones en corto sobre el Dax. Entonces, sufrió un ataque de ansiedad que los obligó a abandonar la sala de cine. Le explicó a Salvador que tenía esas dos posiciones abiertas y que el Mercado ya había cerrado. Y, ni siquiera tenía la seguridad de que hubiese colocado un stop loss que, en cualquier caso, tampoco hubiese servido de mucho si el Gap del lunes iba en su contra. Salvador intentó tranquilizarla, intentó razonar con ella aduciendo que no podía ser tan grave como a ella le parecía. Pero Bárbara le decía que él no entendía lo extremadamente grave que podía llegar a ser en caso de que el Dax abriese el lunes con una gran subida. Le explicó que había operado por diferencias con apalancamiento, y que el problema de este sistema era que multiplicaba por cien el porcentaje de pérdida, de tal modo que si el índice subía un modesto 0,40, para ella representaría una pérdida del 40 por ciento de la inversión. No quería ni imaginarse que subiese el 1 por ciento, porque eso significaría perder la totalidad de la cantidad invertida. Incluso, podría, en teoría, perder más dinero de lo que había invertido. Aquel hecho arruinó el fin de semana. Bárbara no era capaz de entender como algo así podía haberle ocurrido a ella. Quizá, haber tenido el volumen de la tele en números impares había ocasionado aquella catástrofe. El lunes, Bárbara estaba pegada a la pantalla de su ordenador esperando a la apertura. Finalmente, el Dax abrió subiendo apenas un 0,03 por ciento, lo que suponía unas pérdidas del 3 por ciento de la inversión, que venían siendo algo más de 2.000 euros en el caso de un cliente y unos 3.400 euros en el otro caso. Decidió asumir las pérdidas cerrando las dos posiciones. Económicamente, no había sido ninguna catástrofe, pero, emocionalmente, aquel despiste hizo dudar a Bárbara de su capacidad. No podía cometer errores de principiante, como dejar posiciones abiertas un fin de semana.
          Poco más o menos a los quince días de aquel suceso, Don Eduardo llamó a su despacho a Bárbara. Allí le expuso que estaba muy descontento porque había bajado ostensiblemente su rendimiento en el trabajo y ahora, a diferencia del principio, sus rentabilidades no eran buenas, sino muy malas. Bárbara aguantó el chaparrón sin decir una palabra porque los datos eran objetivos, aunque no le pareció del todo justo y salió del despacho muy decepcionada. Aquel trabajo había sido muy importante para ella en los dos últimos años. Le había abierto puertas que hasta entonces sólo había imaginado. Podía ir de compras sin mirar el precio de una prenda y disfrutar de buenos restaurantes. Había hecho un viaje a Nueva York que antes no habría podido permitírselo. Y, sobre todo, le había dado la oportunidad de conocer a Salvador y sus allegados, gente educada y perfectamente uniformada, siempre digna, que para nada se ajustaban a los prejuicios que ella tenía sobre la “beautiful people”.
          En el trabajo, lo había hecho muy bien durante mucho tiempo y la suerte también es decisiva en cualquier aspecto de la vida. Una mala racha no desvirtuaba todo lo que había conseguido. Lo habló con Salvador y tres días después con Remedios. La terapeuta le explicó que aquello era una buena noticia, porque la razón de esos malos resultados financieros venían a ser una prueba más de que el T.O.C. estaba remitiendo. Aquel día hablaron sobre como su ídolo, Rafael Nadal, aprovechaba sus rituales para medir los tiempos entre bola y bola, para no pensar en el punto perdido, para no pensar en lo que se jugaba en los siguientes golpes. De alguna manera, había convertido aquello que era un problema en su propio beneficio para el tenis. De igual modo, Bárbara era concienzuda hasta el paroxismo porque siempre estaba en estado de alerta y contemplaba todos los escenarios posibles. Simplemente, se había relajado. Aquello había contribuido a que la relación con Salvador mejorase, a que disfrutase del sexo como nunca lo había hecho, a que tuviese más habilidades sociales y a que no gastase gran parte de su energía en rituales inútiles. Pero el hecho de mejorar de su trastorno, también la había convertido en una gestora normal, cuando antes era excepcional. Ahora podía tener descuidos como el del Dax. Convino con su terapeuta que se lo explicaría a Don Eduardo, que sin duda lo entendería. Así lo hizo, un martes trece a las trece horas, que fue cuando su jefe le dijo que tenía disponible para reunirse con ella. Bárbara pensó que aquello tenía que significar algo, porque un día y una hora tan señalada no podía pasar desapercibida ni para el menos supersticioso de los mortales. Como no podía ser de otra forma, la reunión no pudo ir peor. Aunque Bárbara le explicó todos sus problemas y la mejoría que había tenido de su trastorno gracias a la terapia, su jefe le dijo que a él lo que le preocupaban eran su empresa y sus clientes, que sólo creía en los números. Don Eduardo sentenció que o volvía a ser la que era al principio o que se vería obligado a despedirla. Bárbara salió de aquel despacho desolada.
           Los siguientes días discutió con Salvador porque no se ponían de acuerdo sobre lo que a ella le convenía. Salvador hablaba de otros trabajos y de lo mucho que había mejorado del T.O.C. Bárbara hablaba de lo bien que la hacía sentir su trabajo y el estatus que había conseguido dentro de la empresa. Aquella cuestión requería una decisión drástica. Así se lo hizo saber Remedios. Si abandonaba la terapia en aquel momento, recaería y volvería a ser la que era un año antes, volverían los rituales y todo lo que conllevaban. Si seguía con ella, seguiría mejorando y, quizá en un año, tendría el alta.
          Tuvo una reunión más con su jefe. Fue un viernes y, después de muchas disculpas, le dijo de forma clara que ella era quién debía decidir si la empresa era lo suficientemente importante. Le dijo, textualmente, que dejase a aquella “comecocos” que la había convertido en una gestora vulgar. Que tenía planes de futuro para ella, como coordinadora de un grupo de cinco jóvenes talentos. Que si quería ser una gran ejecutiva en la empresa, debería hacer sacrificios. Así que le dijo que volviese el lunes a su trabajo dispuesta a ser la del principio y, sino, que abandonase aquella oficina y no volviese nunca.
          El fin de semana estuvo plagado de discusiones con Salvador. Bárbara lloró de rabia por lo injusta que le parecía cualquier decisión que tomase. Su trabajo era muy importante, pero también sabía que si no seguía con la terapia, Salvador sería incapaz de mantener la relación con ella, por mucho que la quisiese. Salvador le explicó que había planeado abrir un despacho, con un amigo que era abogado, en el que ella también tenía cabida llevando temas de inversión y fiscales. La intentó convencer de que el dinero que ganaba no era imprescindible para la pareja, pues a él no le faltaba. Pero Bárbara pensaba que ese dinero era el de Salvador, no el suyo propio. Se durmió el domingo, sobre las cuatro de la madrugada, sin saber lo que haría al día siguiente.
          Y el lunes, muy temprano, abandonó su vivienda una hora antes de lo que solía hacerlo todos los lunes, sin haberle desvelado a Salvador su decisión. Caminó con paso firme aquella fría mañana en que decidiría lo que sería el resto de su vida. Cuando llegó a su destino se sacó los zapatos y se los volvió a poner. Respiró profundamente y miró su reloj, cuya aguja grande acariciaba el nueve, y se rió de sí misma y de aquellas irracionales supersticiones que tanto la habían condicionado, a ella, cuyas cualidades personales rayaban la perfección.
          Entonces hizo sonar el timbre.